¡Recuerdo
aquella mañana cuando sobrevolamos el alcázar de Segovia!
Eran las ocho de la mañana de un día
soleado, con frio y poco viento, condiciones óptimas para volar. Llegamos al
campo de despegue de globos y nos encontramos con globos que ya están a punto
de partir, otros con los tripulantes subiéndose y el nuestro todavía llenándose
de aire caliente que lo eleve.
Cuando el globo ya estaba vertical nos
subimos a la cesta. La cesta con capacidad para once personas incluida la
piloto, está dividida en compartimentos para equilibrar el peso. La piloto dio
instrucciones de cómo había que colocarse en el momento del aterrizaje,
teníamos que agacharnos y agarrarnos a unos asideros.
Miré hacia arriba y sobre mi cabeza se
abría el interior del globo, lleno de un aire caliente que le daban dos
potentes quemadores.
Un operario soltó un cabo que estaba
amarrada a un todo terreno y casi sin enterarnos el suelo comenzó a alejarse de
nosotros.
La sensación es difícil de explicar, el
globo se eleva suavemente, sin producir sensaciones bruscas ni desagradables, y
comienza una experiencia tranquila y relajante. Durante el vuelo, el globo y
sus tripulantes viajan con el viento. Por este motivo el movimiento apenas se
nota y parece que es el paisaje el que se mueve bajo nosotros. Ni siquiera
sufriremos de vértigo. La falta de referencias sobre la altura a la que nos
encontramos nos permitirá disfrutar en todo momento de unas vistas inigualables
y de sensaciones únicas. Es todo muy silencioso, solo el ruido de los
quemadores.
En poco tiempo cogimos una altura de dos
mil quinientos pies, otros globos volaban por debajo. La piloto no puede
controlar la dirección, va a donde lo lleve el viento, solo puede controlar la
altura para pillar corrientes de aire que lo lleven.
Después de casi una hora de vuelo, la
piloto lo hizo descender y el aterrizaje fue muy suave.
Para finalizar brindamos con cava, como
es tradición, y nos entregaron unos diplomas del vuelo realizado.
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